Esta
es la carta 2410 que escribo, y seguramente la 2410 que voy a acabar lanzando
al fuego. ¿Sabes? No sé porqué he estado todo este tiempo escribiéndote. No sé
porqué he estado recordando tus ojos, tus labios, tu pelo. No sé siquiera
porqué sigo acordándome de tu nombre, amor; lo que sí sé (aunque temo aceptarlo)
es por qué lo aprendí una vez. Los días se hacían más cortos y brillantes y la
oscuridad de las noches daba menos miedo. La cafeína empezaba a no hacerme
efecto si te tenía en mi cama y te podía abrazar, el invierno parecía menos
invierno y la primavera no nos abandonaba nunca.
Luego
llegó Marzo y todo cambió, tú ya no eras el mismo y no sé bien el porqué, pero
te veía mayor y distinto, más lejano, menos como siempre. Recuerdo tu cara
impasible, como si tus palabras no significaran para ti lo más mínimo. Susurraste
que te ibas, que necesitabas escapar de todo, alejarte si mirar atrás; y esto
me implicaba también a mí, yo no formaba parte de este plan de fuga repentino.
Aún así supe que yo te seguiría hasta el fin del mundo, aunque fuera solamente
en la distancia. Supe que no olvidaría las tardes en la playa ni las pecas de
tu cuerpo, supe que seguiría tomando café y corriendo bajo la lluvia, que no
dejaría de leer cada tarde y de soñarte cada noche.
Aún
así pasaron los días, y las noches; volvió otra vez Marzo y los días seguían
tan largos como siempre, era como si cada día que pasabas lejos añadiera
segundos al reloj. Te esperé en la estación dónde te vi marchar la última vez;
lloré, chillé tu nombre, lo escribí en cada banco que había sido testigo de
alguno de nuestros besos. Pero tú jamás apareciste. El cristal parecía menos
transparente, el mar se veía menos seguro. Entonces fue cuando empecé a
escribir, a redactar largas cartas que luego lanzaba al fuego y observaba
consumirse. Igual así me dolía menos, igual así me dolía más. Pero ahora ya,
¿qué más da?